En la entrada de hoy descubriremos que no siempre la persona a la que se le adjudica un invento es su verdadero creador. Diferentes circunstancias, económicas, políticas, geográficas o de otra índole pueden derivar en que los méritos se los acabe llevando otro.
Este es el caso de Antonio Meucci que en la actualidad es conocido como el verdadero inventor del teléfono pero que necesitó más de un siglo para que se le reconociera tal logro.
Su vida
Meucci nació en Florencia el 13 de abril de 1808 donde cursó estudios de Ingeniería Mecánica. En 1834 se casó con Esther Mochi y tan solo un año después de la boda decidieron emigrar a La Habana debido a la situación que se vivía en Italia, nunca más regresarían a su país natal. En Cuba trabajó como tramoyista en el Gran Teatro y como sanador. Las técnicas de curación aplicadas con sus pacientes servirían de inspiración para alguno de sus inventos. El matrimonio volvería a emigrar, en esta ocasión su destino fue Staten Island en Estados Unidos.
Antonio Meucci se caracterizaba por su espíritu inquieto, a lo largo de su vida realizó diversos experimentos e inventos en diferentes sectores. Destacan entre ellos un sistema de filtros para depuración de agua, la inclusión de parafina en la fabricación de velas o un novedoso sistema de galvanizado.
El verdadero inventor del teléfono
Como a menudo suele suceder en la innovación, la idea de desarrollar el teléfono surgió fruto de una necesidad. Su esposa padecía reumatismo lo que dificultaba su movilidad y la mantenía postrada en su dormitorio, Meucci buscaba una forma de comunicarse con ella desde su oficina situada en otra planta de la vivienda.
En 1850, vio la luz su primera versión del teléfono. Tras perfeccionarlo y realizar varios prototipos, en 1860 presenta públicamente su invento, inicialmente bautizado como ‘teletrófono’. Las dificultades económicas que sufría el matrimonio le imposibilitaba afrontar los costes de la patente. Siguió trabajando y mejorando el dispositivo, finalmente en 1871 logró la financiación para registrar la patente. Desafortunadamente, los fondos se acabaron dejándola sin renovación al tercer año.
En su empeño de conseguir financiación, Antonio Meucci había enseñado el potencial de su invento ante varios empresarios, recibiendo siempre una negativa como respuesta. En 1876, se encontró con una amarga sorpresa, Graham Bell había patentado su propia invención. Bell contaba con suficientes recursos económicos y una buena red de contactos que le ayudarían a defender su versión de los hechos. El teléfono acabó convirtiéndose en una rocambolesca guerra de patentes en la que incluso los documentos de los años que Meucci tuvo patentado el teléfono desaparecieron misteriosamente, quedándose sin pruebas a su favor.
Ante tales circunstancias, Meucci tuvo claro que quería defender sus derechos y tomó medidas legales. Se iniciaba así un largo y difícil litigio contra Bell, en el que tuvo que luchar hasta contra sus propios abogados que sufrían la presión de la parte contraria. Las aguas no se calmarían hasta 1889 cuando falleció Antonio Meucci, quedando el caso sin resolver pero estancado. No sería hasta 2002, más de un siglo después, cuando el Congreso de los Estados Unidos le reconoció oficialmente como el inventor del teléfono.
La historia de Antonio Meucci podría ser un ejemplo claro de esta popular frase: “el tiempo es un juez tan sabio, que no sentencia de inmediato, pero al final da la razón a quien la tiene”.